Transformidad

Una miserable puesta en escena decadente.


Estábamos sentados, frente al ventanal.
Mirábamos la novela de la tarde.
A lo lejos, más allá de la estación trémula, se oía el tren invernal.
Los libros, distaban elegantemente acomodados en los estantes.
Se les veía el lomo peludo. Como de caballo.
De pronto, se nos ocurrió montar.
Pero el ventanal se abrió.
Entraron los ladrones.
Nos redujeron.
Querían la droga. Querían la droga.
Les dimos las pastillas, el minutero, los prospectos, el televisor.
Antes de irse, con la punta de una varita, nos tocaron la entrepierna.
Tapiamos el ventanal.
Eran magos.
Cuando quisimos hacer el amor, nuestros penes ya no estaban.
Se habían ido. Nos lamentamos.
En su lugar, florecía una concha.
Eran conchas blancas. De porcelana.
Hicimos la tijereta. Volábamos, estallábamos por los aires.
El tren se detuvo. Se cargo gente desconocida.
Yo, a veces, abro el gran ventanal, como esperando lo que no vendrá.


Tendía la cama, cuando de pronto, se me apareció la virgen.
Era hermosa. Inspiraba vértigo. No se parecía en nada a los ángeles.
Era hermosamente diabólica.
Tenía en lugar de la boca, un gran pico puntiagudo para abajo.
Como un garfio con dientes.
Le ofrecí la cama. Se la veía extenuada. Pude ver, que de su fondillo, afloraba una esfera bastante puntiaguda.
Finamente le separé las sabanas, y se alojó dentro de cabeza.
Escuché que se armaba la fíestonga en el otro cuarto y partí. La deje sola. Los perros ya empezaban a volar alrededor de ella.
Cuando volví, había desaparecido. Dejando la cama en perfecto estado, pero sobre ella, un gran huevo violáceo.
No sabia que hacer. Algunos perros todavía revoloteaban; vagaban como en un sueño. Intenté hundir el huevo en agua hirviendo. Pero ninguna olla amparaba ese huevo.
La noche pasó, sombría y flotando. Como el invierno de Vivaldi.
A la mañana, había siete enanos flotando en la habitación. Temblé.
Eran muy cabezones, tenían un cuerpo raquítico que les colgaba. Fantasmagórico.
Amaban la música tropical.
Me las rebusqué y pude mantenerlos, con dos o tres horas extras, por día, en el trabajo.
Con el tiempo, quisieron formar una orquesta. Tuvieron mi apoyo incondicional.
Les confeccioné instrumentos.
Empezaron de abajo, tocando en los clubes del barrio y fiestas de casamiento.
Tuvieron cierto éxito y lograron, en poco tiempo, llegar a la televisión.
Después de un año, se los vendí a Tineli, a cien pesos cada uno.
Me hice la concha.
Una noche los vi por televisión. Entregados al deleite.
Se hacían llamar los grosos.


La gallina era lila, dócil y mimosa como un gato. Esos gatos enormes, de la guerra. Vivía en la bandeja de las frutas de la heladera. Toda la familia adoraba a la gallina.
Mi madre, abría la heladera y la gallina le sonreía.
Inseparables desde el principio de los días, la gallina y yo, caminábamos cogidas de la mano. Me visitaba en sueños, me invitaba a sentarme con ella incluso en la vigilia, en la acción cotidiana de mis días.
Yo debuté con la gallina. Me enamoré. Nos enamoramos.
El sexo y el amor, con el tiempo, se confunden o se imitan, pero de la misma forma,
todo termina siendo lo mismo.
Era joven, y la familia, se opuso a nuestro casamiento.
Vino el papa. Maikel Jackson, estaba vestido de Peter pan.
Tampoco nos importó.
Pronto se hicieron eco de la noticia, los medios de comunicación.
Cris morena hizo una obra de teatro con nuestra historia. Recibimos regalías.
Varios dólares que invertimos en la cura de la gripe A. Con el resto viajamos.
En nuestra noche de bodas, tuvimos otros hijos. Nacieron con barbijos. Tenían grandes alas. Sobre la cama flotaban los perros. Desde la ligera fisura de las sabanas, espiábamos la escena. Se les veía la panza blanca de pelaje, como de ballena. Los hijos se alejaban. Los perros no nos dejaron dormir nunca más.


Me estaba masturbando.
Cuando de repente, me salió un Ricky Martin del culo.
Murió, rápido.
Coloqué al fallecido adentro de una cajita de klonec, y me dispuse a darle sepelio.
Estaba en la zanjita ocultando el ataúd con barro; cuando súbitamente
desde la calle, un hámster igual a Ricky Martin, tal vez el hermano, me hacia señas desde su Ferrari miniatura, alzando al aire su pequeña bufanda.
Dejé al difunto a medio enterrar. Corrí.
Observe, dos pingüinos se acercaron, a la tumba,
como monjas enanas, flotando.
En el auto, el hámster no me miraba, su rostro permanecía serio, parecía que no era el mismo que me había llamado alegremente. Quise bajarme, pero por varias razones no podía. Me transforme en mono. En caballo.
En Cris Miró.
Fui yo mismo pero de atrás.
Frenamos en un descampado.
Fuimos al asiento trasero, hicimos el amor como dos degenerados.
Tenia un pene pequeño, micromachine. Que no paraba de sonreír.
A la noche, en mi cama, noté que me había salido un pequeño bulto con forma de huevo, casi encima del ombligo.
Estaba embarazado. El bulto crecía día a día.
No podía concebir.
No tengo concha.




Empezó el invierno. Mamá teje bufandas en el telar. Hay que bajar las fradadas abrigadas del altillo. Hay que probarse las botas de lluvia.
Mi abuelo aparece orgulloso, vení conmigo, me dice, te tengo que mostrar algo. Ligero, lo sigo hacia el jardín, me señala el árbol de eucalipto. Arriba, sentado en una rama, esta maikel jakson. Nadie sabe que esta acá, solo el abuelo, y ahora yo. Por momentos se desvanece en el aire, para regresar un rato después sobre otra rama, o, a nuestro lado.
Las tijeras de podar, finamente aisladas por la hierba, se confunden con el filo de sus dedos. Estamos seguros que es un fantasma. No hay duda de eso.
Tiene dos alas pegadas ligeramente a su espalda. Son alas como de murciélago.
Finas y negras.
Cuando sonríe, puedo ver que es más viejo que yo,
e incluso que el abuelo.
Los gatos flotan a su alrededor. Imantados por su propia orbita cósmica.
Nos dice que estará todo el invierno en el jardín.
En ese momento alguien nos llamó. Nos tuvimos que ir.


Estaba en el cumpleaños del rey pelé. El futbolista.
Cantábamos en el karaoke, “Majul” de Cristian Castro. De Fidel, Castro.
Cuando me miré la panza, y noté que estaba embarazado.
-Las gallinas, conciben la imagen de dios, con forma de huevo.
Salí de la fiesta. La gente trataba de detenerme. Pero lo mío era de urgencia.
De la cadera, me afloraba un huevo puntiagudo.
Llegué al automóvil y parí.
Me había salido una pequeña concha, entre la cadera y el riñón.
Que noté mucho después.
Una luz artificial, bañaba esporádicamente nuestros rostros a la cuerina.
Mi concha, era como la lengua de los Rolling Stones mal hecha.
Tenía labios. Labios rojos. Grandes.
Al asomarme, vi que la fiesta había terminado.
Vi un cielo blanco y con estrellas.
Pero mi bebé no estaba. Mi bebé no estaba.
Me bajé del auto gritando. Temblaba.
Pedí una gallina. Estaba desnuda.
- El amor es un mito urbano, como el lobisón y Michael Jordan.
A unos metros estaba pelé. Haciendo jueguitos con una bolsa pequeña.
Me acerqué, y era mi bebé, el que hecho un bollito, hacía de pelota.
Los tres juntos, parecíamos una familia. Esas familias de la edad media.
Jugamos un tenis futbol.
Nos tuvimos que ir.
Alguien, desde la oscuridad, nos gritó que iba a llamar a la policía.


Estaba mirando televisión.
De súbito, de la alfombra, brotó un animal.
Primero, creí que era un bulto, un pene zombi, que volvía de la ultratumba con alas.
Le pregunté que era. Me dijo, que era una rata.
Las ratas no hablan, le dije.
Esta bien, Yo no soy una rata, soy Ricky Maravilla.
Por la ventana entraban los primeros rayos de un nuevo día que comenzaba.
Tomó un peine, y lo usó como micrófono.
Bailamos y cantamos veinte horas, “qué tendrá el petizo”.
Hasta que llegó mi amante.




Estaba sonando el teléfono. Palpitaba. Era para mí.
Me arreglé la concha y atendí. Me había hecho un moño y labios rojos.
¡No es cuestión de pensar, sino de sentir!
Era Susana. Susana Giménez. Quería que acuda, urgente, a su casa.
Abrí una puertita al lado del televisor, y entré.
Era una escotilla pequeña. Tuve que reducir mi tamaño a treinta y tres centímetros.
Aparecí en el canal.
En el estudio, todo era gigante y estaba bañado por una luz artificial que parecía oro.
En una cama estaba Susana. Abierta de piernas.
Todo era muy instantáneo, como si estuviera deteniendo las cosas
en una polaroid.
Yo ya sabía lo que tenía que hacer.
Me zambullí de cabeza.
Adentro, en el útero, estaban los susanos. Y el hombre rata. Nelson.
Estuvimos nueve meses.
Jazmines. Siempre hubo jazmines. Jazmines que desfilaban por la tela de su canal venéreo.
Nos alimentábamos, por unas tetillas que expelían una telilla muy fina de grasa, muy nutritiva.
Un día, nos parió. Sentimos un vacío y un empujón encima de la nuca.
Afuera, las luces nos cegaban. Estaba lleno de cámaras.
Muy al fondo, mientras las enfermeras me bañaban, escuche, que alguien gritaba.
Ya nacieron los óctuples.
Ya nacieron los óctuples de Susana Giménez.

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