una invasión de aliens nazi comunistas que pretende vestir a todos los humanos con el mismo bañador de mujer

Estaba almorzando con Mirtha Legrand. También estaba Fabián Casas, un gremlins y Ángel, el vendedor de perfumes de primera marca que salé con mi hermana. Iba todo bien. Charlábamos amablemente y en los cortes nos probábamos trajes de baño de mujer y desfilábamos por la mesa. La estábamos pasando bomba. Hasta que al gremlins se le antojaron chinchulines. Se armó bardo. No lo podíamos contener. Lo único que decía era “quiero chinchulines Mirtha, quiero chinchulines”. Estaba insoportable. No paraba de repetir “quiero chinchulines Mirtha, quiero chinchulines”. El tiempo pasó. Luego de cazarlo, literalmente con una manta, tuvimos que meterlo en una canasta. Nos subimos a la limo de Mirtha y nos fuimos hasta el puente de las Américas. Estábamos en traje de baño, así que todo fue rápido. Le atamos globos a la canasta y la soltamos. Nos quedamos hasta que se perdió en el reino celestial. Nos volvimos en la limo. Sobre nosotros se alzaba la ciudad. Estábamos divinos. Encima nuestro, el cielo se extendía para encontrase con los edificios y con el mar.


Si el cantante de turf y yo fuésemos pareja y algún día nos separamos porque el cree que se avecina una invasión de aliens nazi comunistas que pretende vestir a todos los humanos con el mismo bañador de mujer y él es el único que puede ayudar a salvar la tierra a través de un tema suyo que hace que explote la cabeza de los aliens y por eso no sale de su habitación porque está tratando de componer esa canción salvadora. La forma para hacer que vuelva conmigo sería entrar a su casa con un televisor de los viejos, grandes, esos de los Simpson, levantarlo sobre mi cabeza y poner la película de la momia futbolista. Estoy seguro que vendría corriendo a mi lado.