si no me cojes sos un puto

I
Ahora quién sabe cuánto tiempo me tendrán encerrada en la estancia, y aquí ando de nuevo adolorida entre ramales. Tendré que esperar que alguna de las hermanas deje de llorar y se les pase el susto. Acostumbradas en la grieta que expele esta humedad,, golpeando con el filo de los naipes el de los cuadros Y qué, si quedaban tres ramitos apoyados en el portón y a los ramitos más rechonchos se los robo él, y el otro más chico se había escondido bajo mi falda. Cuando sentí los pasos y que me andaban buscando me reía, un poco nerviosa es cierto, pero nunca creí que se quedaran así en la puerta y cuando gritaron, las miré y estaban blancas como un papel de glasé, yo más bien solía recordar a mi madre y las imágenes aprecian y desaparecían, titilando, como esas luces de navidad. Después se desmayó y bueno, que se joroben, siempre caminábamos juntas hacia el mar, ella, y yo hacia mi ropa. En el bajo la que me da lástima es la señora mayor. Desde el invierno con las doble, protegiendo su figura toda. Igual escapar de las amujeradas y los colchones con olor a pis. La señorita es mala, mala. Gigantes ramas de las aguas de frente a los inspectores, origen del pasto verde torturado. ¿Para qué se me hubiera ocurrido, a mi, fingir de muy vieja y habrá ocurrido robarle las pastillas y dárselas al perro y fingir que toda la casa se había perdido en un gran incendio provocado por el inicio de un velorio, donde viven los otros, y su rostro arrugado entre otras allén, donde he vivido al lado del cementerio, bajo crisantemos del oasis. Me acuerdo lados, caminos y riachuelos cortados, casitas como miles de naipes arrugados, ladronzuelos y matones, usureros. Porque en un momento cuando me crucé. La señorita no me enseñaba, y tenia que bailar respetando el orden alfabético, las rubias de un lado, y las peluqueadas del otro, sin perder el pie en la pisada y me mandaron prestada pero a buen susto se dio al otro baile también con la vida, la cárcel de unas hermanas de día cuando me corté el pelo, a los guachos los rapó porque la promesa era la cabeza sin pelos, sin pelos también la curvatura de las cejas. Lunas bajo el feo de los que iban y venían en el vaivén de este, también, mi silencio, mi pequeño y turbio murmullo. No es la hermana. Ahora, sólo la doña en el cordón de la vereda, todo el tiempo por lo mismo, tengo piojos y los tenia cuando me trajeron. Sé que existían también, las que me dejan andar por la calle en la bicicleta que no aprendí a subir nunca. A su lado, de almíbar el sabor del bordeado de las faldas que les traían pretendientes de la selva florida del amazonas europeo. ¿Que tiene la bicicleta vientre de agua pura cera cerca del ombligo, y atrás un gran paredón de sol, ha sido mi mujer. Ellas salieron con los rapados como con niños al rastra fue la que me mandó a buscar las balas, se iban y fue de los rapados hasta la curvatura de la cejas. De todos modos las pastillas que me ordenaron traer del almacén, rosas, el borde de amarillo, como de jalea. El lugar del cuello, la selva amazónica donde quedaban encallados los tercos aromas de las esencias. Dicen que tienen miedo de que les pase algo a mi lado, pero yo creo que es para que les limpien la cocina, se las jodan, tan jodidos y todo lo demás., no me quejo, y así no más, el sitio a donde voy. Me parece tan mala como que de allí, mis propios hijos. Locos y sin modales como sus padres. A lo que a mi me importa, por lo menos estaban los rapados límpidos en el arroyo. No me los mandaron a la escuela y eso de criarme a carne de chancho, para insistir en las contracciones. Y deben de andar buscando mandarme a compartir cama con un viejo sin aliento, blando de las carnes que me ayude y así abaratar costos, ya que en el por que no quieren dejar libres a mis hijos. Otros, labrando la aurora, sin nada y me divertía con ellos. Siento pasos, cabezazos, vienen para acá los traen de las orejas. Venían, y un desierto sin migas de pan caliente. Algún remedio y jarabe para las viejas. Y todavía no que ninguno aprendió a subirse a la bicicleta.






II
No dijo nada, no habló: Caminó por una calle desierta, en el aparato de televisión de madrugada, estaba moliendo el grano en el mortero y yo voy recordando cuando llegó el hombre gordo con un perro para gato debajo del brazo, y yo con un poquito que encontré por ahí, y que corría a mostrárselo, pero en la oscuridad del taller como un muro impenetrable de emperatriz, lo revoleó tan alto que fue a parar arriba de unas sabanas viejas y tan viejas y tan piedras y tan duras como. Y cuando subimos a buscarlo aparece una mujer vieja, parecida una arpía, una fea lechuza, el gordo cayó y dejó todo. Yo no pude correr, esquivar el arrebato de uno de sus enormes tablones y el hermano mellizo a los manotazos. Y ya no hubo nada más que tazas de café y la coctelera que cayó y mancharon las sabanas y me doy vuelta y con el café la alfombra, de esperma maloliente, entonces empiezo a realmente engordar y parecía más gordo todavía porque tenía la piel rosada en la figura de relieve en la silueta que fingían las sabanas, sin una sombra de barba en la cara, y sin piernas para correr, sabiendo que ella no me puede alcanzar, sabiendo que en la oscuridad del taller a el lo podía enlazar en un arranque de avidez, y nadie que nunca había recibido un lanzazo porque andaba en muletas, pero corre ligero como el viento sobre el sillón anatómico y después sobre los vidrios de las ventanas, uno por uno. Y como ya no quedo tan gordo, el mellizo alargaba la mano y no quedaba nada sano. Se metió la mano en la bragueta y me la alcanza, me quiere agarrar con sus piernas huesudas, pero yo le empiezo a pegar y le pido que me devuelva a la cama, que ya esta oscureciendo, y que no me parezca que ver bailar a dos tijeras en el cuello de nadie sea un baile enternecedor. Y me alcanza, con la voz primero, y yo ni ella, callada, pero asustada, no podemos correr porque llevamos al paralítico en los brazos, como inerte, que me pide que lo proteja, es entonces cuando aparece el guerrero alto, armado de una enorme miniatura que sacó de los estantes, de la habitación del que murió antiguo, y miré al suelo y me di cuenta deque llora y se muere, que había que saber el ruido de la huesudas sobre la paliza, no cuando la descargó él y ya no hasta los pies, si no el giró por la habitación, revoleando las armas, riendo, blandiendo la azada. Estaba por destrozar a golpes la cabeza del mellizo, pero espada y amenaza, no son rivales, y la otra que lo agarra de los hombros y lo levanta, y me insinúa en la sombra con cortarme la cabeza, con el hombre ese que me pide el hermanito, el suelo y él, de pronto, el aburrido por el suelo con las estatuillas, de moribundo para matarlo, yo que me veo y me desmayo. Ella que arrancó de azada los vidrios y lo siguió con las ropas. El vestido como subido hasta las costillas, los cuadros, los lienzos, y él que empieza a transformar, ahora que estaba allí, se había amedrentado, y agarró una de las lanzas, ella café, el gordo estaba moliendo el grano en el mortero cuando llegó el hombre. Era en sus brazos inerte, un gato perro que se nos hacia, a unos apoyados sobre el borde de la mesa, un perro. Los otros, los primos escaparon, escaparon llevándose a los mellizos, los teléfonos. Y el animalejo que cayó parado dentro del baúl, nos tendió la mano, de a uno porque nos llevó a los mellizo debajo del otro y se volvió del brazo, que me pide que lo proteja, es entonces cuando aparece el del bar, los vasos, los botellones, bajo la capa que parecía que a esa altura de las agujas no tenía manos y que las cubría en un frasquito, un animal parlante que me pide que no lo deje solo, que lo lleve a los platos. Y los primos que hicieron volar los botones de plata, los cortapapeles, las jarras de jerez. Ella diseñando, él hacia que destellara, a golpes de puño la luz. Alzó la mano derecha, y grito, pero su grito recibido por un lanzazo y andaba y el balde donde está parado se transforma en un charco de sangre. Los otros se volvieron, ella gritó. No dijo nada, no habló: grito, agarro el hacha y se abalanzó sobre los anaqueles; al escritorio. A la izquierda y empezó a la azada y le clavó la mano contra los ceniceros, las botellas como lanzas, con el pico partido y comienza a perseguirlo y al alcanzarlo, le hunde las manos en los hombros del pelaje, y me arroja, y me levantó la cabeza como a un primo que resbaló metido bajo el escritorio. Ella se rió: se reía. Con música, el con la mano partida conmigo, entonces el grande y fuerte y de piernas largas, al que el sol le doraba la cara y los brazos. Estaba desnudo, y sin compasión alguna, lo aplastó. Y ella reía mientras que en la otra mano blande, le caía una madera del escritorio. La sangre goteó junto al marco del escritorio y la otra mano descargó una y otra vez sobre el teléfono y el rostro del invitado. Después bajó la escalera, el vestido que le empezaba en la cintura, le terminaba, ahora, en los tobillos. Hablo alto, y se fue.





III

Gira en las baldosas y se mira. Gira y sonríe. Piensa, ya tomó el viento que barre la cápsula y el telegrama. Los barbitúricos y las palabras surten efecto; se está desplomando. El aliento a nuez, vómica y el haba de los muros es acre, repugnante. El cae, también, de la acera un paquete envuelto en papel madera. Se ve en la espera, la forma de un espejo, el colegio y los poros que se quebró con la piel en el aire. Él, aún, trató de erguirse. Reflejos pone el día con el sol y demasiado peso; el cuello permaneció en el volteado con el timbre y el brillo natural. Se cubre con una chalina roja a tiras blancas y va a atender el portero eléctrico. Encerrado en el baño, yo, pero, ella de mis defectos, los familiares desfilaron en el día, como ante cuadros famosos que atestaban las paredes. Sin embargo, y quiero subrayar este detalle, pensara en ella misma cuando abra la puerta y lo encuentre en un vómito de sangre. Ella se mira y en el espejo, como suficiente, y a la que él mantuvo estrecha en las imágenes ahora las borra el horror. Sonríe y se abraza: tiene la cabeza inclinada sobre su mujer, subiendo y bajando con la respiración, y la deja caer. Se encontraban sanos, en el otro cuarto, contiguo, desnuda sobre una mesa festeja la circula de una figura en el plegado. De los pliegues de las sabanas salían como retoños. Debía dilatarlos, apretarlos, besarlos, de hálito que se sabía tomarlos delicadamente para que no se corte el puño con el vidrio en el borde triangular. El ombligo, de raquítico, de escarlatina fingida, lucía nuevamente el lívido romano, donde en la siesta, perdiendo el paso, los jóvenes azulados se le habían quitado de encima. Tenía los brazos y las piernas encogidas. Ni se muesca ni en la trayectoria de un molusco, que le rompieran las cáscaras, en brazos y en cruz, delante de los pechos. Medio sepultada en el barro de las sabanas y la di vuelta con el pie. En la cara brillaba el paso filoso de una navaja, el tajo obra del viento y el hierro, como labios imprecisos que se quedan en la baba, la marca apresurada a quitarle la falda. Tomamos distancia y me veo como si fuese otra. Una mujer que camina de sus labios, una carpa, una huella en la arena que. A la corrida de los gladiolos Ahora suenan dominicos. Muchos vestidos, parcas y capas. Descansaba, si, y ahora ya a poco que los abre y se mira, palpa, a su costado había una caja. En una iban a parar los que no servían. Horribles fetos. Es una mujer, en plano medio, esencialmente en primer plano. Ella siempre se mira en él y los transeúntes. Acaba de comprar un espejo oval, y para mirarse mal en su defección. Ingresó, se casó, tuvo dos hijos y un paseo por las calles y la entrada a algunas casas de ridículo. Otra anécdota: cuando le administraban los jarabes, tuvo. Pero mejor es verla desde la ventana, en el borde de la bañera. La cabeza se le parte en dos como una manzana. Ahora ella, después de gozar y ya era mi turno. Yo me acerqué a la forma del cuerpo, después de la derrota, intente protegerme del asalto, sintió escrúpulos en la undécima hora, y regresó a su hombre que estaba en el baño. Vuelve a pensar en el hombre, otra vez sonreír. En aquel sueño transportando con mucho cuidado, atribuyeron a su pluma el objeto que acababa de comprar. Se aproximaba a lo que es supuestamente su baño. La puerta de puerta no tiene nada. Hay personas en la entrada, chicos que el va esfumando de un color rojo. Su expresión es de desagrado: tiene el cuero de las cejas severo. Recuerdo que cuando ella regresaba de un largo paseo o las copias de hosco y sus frases eran áridas y cortantes. Los junta y sonríe. A sus manos todos los hombres, se acumulan tendencias heredadas. Por eso, al hacer en este que aún subsiste en mí, puede decirse, bajo su forma más negativa. Hablaré de sus defectos, una historia se va mirando hacía abajo, mirando el empedrado. Sostiene la falda el padre, siempre un buen amigo de la gente de Iglesia – especialmente de las negras, de Rivadavia. En los últimos años, la Suprema Corte le había concedido, durante la visión de. Ella se mira las piernas y recuerda el espejo y que en cada una de sus aves, se pudra en el lugar de los desechos. El último huevo que salió de su habitación, sin haberse ordenado, no tomaron si quiera como punzón el ombligo de otro tajo. Manó la sangre entre los pechos y los dedos de sus manos. En el estilo del horror, la belleza brillante del tajo, se pierde como la umbría potencia desviada a las faldas del vicario. Se refugió en el convento de las sabanas, antes de huir a Montevideo. Se deslizo profundamente por aquello que algunos, llaman sueño.

1 comentario:

  1. Debo decir, es muy bueno, me gusto. Si, me gusto.

    Y me hizo acordar a Puig, digo, por la vida atrás de los hechos enérgicos. Buenisimo.

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